Ahí me hallaba, posado en la silla de mi universidad, indiferente a la existencia, sin rumbo, ni guía filosófica; pensando qué hacer con mi vida después de graduarme, pensando cómo alcanzar la felicidad. ¿Cómo hacerlo? ¿Teniendo mucho dinero? ¿Haciendo lo que Dios y la biblia dicen? ¿Haciendo lo que mis padres quieren que haga? ¿Disfrutando la satisfacción momentánea y el corto plazo? ¿Haciendo felices a otros? Resulta que ninguna de estas fue la cuestión correcta.
Al pensar en esto, intentaba discernir entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. El hecho era que no encontraba la fórmula para definir qué era lo moralmente correcto. Fue especialmente difícil para mí haber crecido en Perú, un país fuertemente influenciado por el catolicismo. La Iglesia me decía que Dios juzgaría nuestro comportamiento, de acuerdo con la moral católica, y nos enviaría al cielo o al infierno. Seguí las órdenes porque tenía miedo. Nunca me brindaron razones coherentes de por qué debía seguir estas reglas, solo mandamientos arbitrarios. Tampoco quería decepcionar a mis padres, así que oraba con fe.
El primer mensaje que recibí de la moralidad fue que, poner a los demás antes que uno mismo, era bueno. Cuando era niño regalaba mis galletas a los demás hasta quedarme sin una. Pensé que estaba haciendo una buena acción porque ponía lo intereses de los demás por encima de los míos.
Siempre me enseñaron que la felicidad se logra haciendo felices a los demás, viviendo para los demás, siendo desinteresado, que no se debe ser egoísta. Pero por alguna razón, ayudar a otros no me hacía feliz. Sabía que algo no andaba bien, me sentía frustrado, no lograba identificar la causa. Seguí con mi vida, tratando de ignorar lo que sentía. Aun así, no podía sacarme dos preguntas de la mente: ¿Qué está bien? ¿Cómo saber qué es verdad?
Un día tomé clases de debate para mejorar mi oratoria y desarrollar mi pensamiento crítico. En este curso aprendí a argumentar, mas no enseñaban lo que era moralmente correcto. Me di cuenta de que necesitaba principios que respaldaran mis argumentos desde una perspectiva moral. Por esta razón, busqué pensadores que apuntaran hacia verdades fundamentales. Es así como busqué en Google: “Libertad” porque pensaba que había una conexión entre la libertad y lo que era el bien.
El algoritmo me sugirió un vídeo en YouTube, de Milton Friedman. Hablaba de cómo el libre mercado hace que todos estén mejor, pero no explicaba por qué era algo bueno. No explicaba por qué es algo bueno perseguir la riqueza y tener una vida mejor. Luego me topé con otro vídeo, una entrevista en blanco y negro en el que una mujer decía: “El ser humano debe considerar la razón como un absoluto. El propósito moral más alto de su vida es lograr su felicidad siguiendo su propio interés racional”. Ella promovía el egoísmo. Aquella pensadora era Ayn Rand.
Empezó a responder a mis preguntas más profundas, y sus respuestas contradecían lo que había aprendido en mi infancia. A medida que avanzaba la entrevista me quedé anonadado con la claridad y precisión de sus palabras, así como la seguridad que transmitía. Me di cuenta de que no se trataba de un tema principalmente político o económico, sino de algo más fundamental, algo esencial: Filosofía.
Me había despertado de un sueño y había activado la razón. Poco después, el primer libro de Ayn Rand que leí fue —La virtud del egoísmo. En el libro ella explicó que el bien moral es vivir la vida en busca de los valores más altos de uno. A diferencia de los católicos, e incluso de Friedman, no se limitó a proclamar qué era verdad. Aportó largas justificaciones para sus conclusiones, construidas a partir de las observaciones más básicas sobre la realidad. Una moral basada en los hechos de la realidad (apelando incluso a la metafísica y la epistemología).
Una vez que empecé a entender esto, cambió por completo mi forma de pensar sobre la vida. Ya no tenía que fingir que mantenía los valores católicos con los que me habían criado: que ser bueno es sacrificarse por los demás.
En cambio, me di cuenta de que ser bueno es vivir la vida al máximo. Aprendí que el altruismo, el código moral que consagra el sacrificio de los valores propios por los demás, no significa generosidad, sino abnegación, autosacrificio y autodestrucción. El altruismo se basa en la idea de que el servicio a los demás es la justificación de la propia existencia. Por otro lado, la moral Objetivista me permitió comprender lo que estaba bien y lo que estaba mal, me proporcionó un código moral que dice que el sentido de la vida no es sufrir y morir, sino vivir y disfrutar.
Ese encuentro con las ideas de Ayn Rand marcó un hito, e inició una enorme transformación en mi vida. Ahora comprendía la importancia de la filosofía, y había descubierto el Objetivismo, la filosofía de Rand para vivir en la tierra.
Comprender los principios del Objetivismo me permitió vivir una vida mucho más feliz. Te invito a que los compruebes tú mismo, y estoy seguro de que transformarán tu vida como lo han hecho con la mía.
Gracias, Ayn, por tu orientación y tus buenas premisas.